De todas las ciudades que creí ver
como un lamento que nadie imaginaba,
solo en tu cuerpo encontré las calles perdidas
y el licor necesario.
Después vendrían otros cuerpos a soñarme
y a ofrecerme su costumbre por monedas.
Nada ya sería igual.
Hoy las estaciones
han cerrado sus puertas sin remedio.
El viaje hacia uno mismo no termina nunca,
idéntico a la muerte, idéntico a nosotros.
De todas las ciudades, te dije,
me quedo con tu boca,
un largo túnel para esperar la lluvia.
Recuerda, entonces, que soy débil.
Esta lluvia que recorre caminos
e invade la vida de charcos serenos
no debe preocuparte, aunque
solo fuera por hacerte reflexionar
sobre cuanto tuviste un día lejano
en la memoria pero que hoy lo vistes
con ropa de domingo,
también para el barro, y dispones
de ayer en adelante tu diferencia.
Amor mío, no tendremos lugar nunca
más hermoso que la luminosidad
después del aguacero, esa tierra
empapada y tuya que guardas
con ahínco.
Miras el cielo y reconoces
haber pasado por allí una tarde,
con el corazón desvencijado y puro.
Qué carta más triste esta lluvia
que atesora la aulaga.
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