DOS TIROS.
Mentiras que era loco. La vida fue
demasiado para él pero no nació loco. Esa cuestión de no saber cómo defenderse,
indudablemente, lo había afectado, pero no era loco.
Cuando
Agustín cumplió dieciséis años su padre le regaló una escopeta vieja que tenía
la mala costumbre de andar disparándose sola. En realidad, el regalo fue, más
que por el cumpleaños, por los ladrones de gallinas que asolaban los nidales
peor que las comadrejas. La cuestión es que se la regaló y el muchacho andaba
por ahí con su escopeta como en un resplandor. No la dejaba ni a sol ni a
sombra y hasta se la llevaba a la cama como se lleva a una virgen al tálamo
nupcial.
Una
tarde se puso, como posando para el fotógrafo de plaza, con el pulgar tapando
justo la boca del caño, la culata en el piso y la pierna derecha flexionada
delante de la izquierda. Tenía toda la intensión de lucirse con su fusil.
Quería impresionar a la hija del sastre de la que estaba perdidamente enamorado
y frente a su puerta, se apostó. No exactamente frente a la puerta sino
cruzando la calle, como para que ella lo viera en perspectiva.
Se le reventaba el corazón; él mismo se
escuchaba latir en estallidos y cuando ella apareció, creyó caerse en un pozo
sin término igualito a eso de los sueños, en los que uno cae, cae, cae …
Volvió
violentamente a la realidad cuando la escopeta, que sí estaba loca, se disparó
sola llevándose su pulgar y ahora sí, un pedazo importante de su razón.
La
mano del muchacho sangraba profusamente y él hubiera querido morir ahí mismo,
frente al espante − que creyó ternura −, de la mujer amada.
La
veía en medio de los colores que le destilaban en la mirada confusa; la veía ir
y venir en un perfume tibio de sangre que se desplomaba con él y que cuando se
le terminó de escapar, le quedó flotando entre el sombrero y la gomina.
Finalmente,
ella lo había mirado.
Pero
volver en sí y emprender la búsqueda de su dedo pulgar fue una sola cosa.
Guardó en algún punto de su sin razón la mirada que creyó tierna, recogió el
arma, confirmó la incompletez a través del vendaje improvisado por
el sastre con retazos
de entretela, e inmediatamente empezó a escudriñar palmo a palmo la zona.
Aumentaron las versiones sobre la locura.
Pero
Agustín sólo hacía cálculos.
−
El dedo podría, desde ahí, haber volado hasta la vereda…o hasta la vía; o,
pensándolo bien, en un arco un poco más amplio, hasta el patio de la casa
vecina y, más aún, hasta la otra calle…
Palmo
a palmo buscaba el muchacho, y cuando no le alcanzaron los días, también buscó
de noche. Andaba con una linterna vieja, pero minuciosa, rastrillando una y
otra vez los mismos lugares.
Se
confirmaron los rumores: el loco buscaba su dedo y estaba dispuesto a matar si
descubría que alguien lo había encontrado y no se lo había devuelto.
El
muchacho se convirtió en una amenaza a la vez, en muchas excusas:
−
¡Mirá que le digo a Agustín que vos tenés su dedo…!
−
Si tu marido sospecha que vengo a verte de noche, decí que es Agustín que
merodea…
− ¡Seguí haciendo la tuya que el día menos
pensado lo llamo a Agustín y le digo que te ponga en vereda!
Agustín
ya no solo estaba loco, era malo, enderezaba conductas infantiles díscolas y se
metía en la cama de mujeres ajenas.
Los
chicos le temieron, los hombre lo usaron y las mujeres…las mujeres, en
silencio, lo quisieron, de puro agradecidas no más.
Yo
recuerdo haberlo cruzado por la calle y sin ningún disimulo, haberle mirado
directamente la cicatriz que, por ese entonces, quedaba justo a la altura de mis
ojos. Nunca pude tenerle miedo aunque por prudencia, fingí un poco. Lo espiaba
recorrer sin cansancio la ruta del dedo. Ya era un hombre. Llevaba la escopeta
en bandolera y un sombrero muy echado para atrás.
Tan
en boca de todos y tan solo en su búsqueda el pobre Agustín.
La
misma escopeta que le llevó el pulgar, por fin volvió a dispararse locamente,
pero esta vez, sin error.
Sin
embargo, Agustín sigue siendo una amenaza: su fantasma se lleva a los chicos
descarriados; merodea por los patios de las casas, especialmente de noche; hace
crujir las sábanas en camas forasteras y sigue dispuesto, aún en el otro mundo,
a matar a quién, insensato, haya encontrado su pulgar y no lo haya devuelto.
No
soy la única que deja una flor en su tumba, donde el palo mayor de la cruz es
la escopeta que no ha perdido ni pizca de su locura y de tanto en tanto, se
sigue disparando sola.
Ana Cerri nació en Rosario en 1947 y creció en Soldini, a 14 km de la ciudad , en el límite oeste de la provincia de Santa Fé
Es licenciada en Periodismo y Ciencias de la Información.
No hay comentarios:
Publicar un comentario