DAVID MINAYO
BERLIN
Abril del cuarenta y cinco.
Un niño corre por las calles de Berlín.
Le persigue la muerte
atornillada a la culata de un Tokarev.
Al doblar una esquina
tropieza con el cuerpo de una princesa.
Los zapatos le huelen a sangre.
La camisa me apesta a sudor.
No recuerdo el punto de partida.
No me importan las balas ni los porqués.
Sus ojos se apoyan en el cadáver
de la forma en que busca un poema
su instante perdido.
La ciudad es un esqueleto rodeado de alimañas,
un callejón sin salida.
Despacio, como el amante inadvertido,
se arrodilla junto a ella, coge sus manos
y pienso:
«la vida, como el amor,
merece un final distinguido».
Llegan los soldados: él no se mueve.
No le importan las balas ni los porqués.
No recuerda la cara de sus padres,
el niño que era, el punto de partida.
Igual que un árbol apagando sus llamas
en aire caliente,
se pierde en el cuello de la muchacha.
Los rifles, colmillos de Stalin,
escupen su muerte y olvidan
que fueron humanos.
El grito de una sirena incendia la habitación.
Apago el televisor. Me rindo
al oscuro placer de estar solo.
Al final del trayecto guarda el pasillo
su vieja emboscada.
Berlín lleva muerto más de sesenta años.
Tú y yo
apenas unos meses.
Un niño corre por las calles de Berlín.
Le persigue la muerte
atornillada a la culata de un Tokarev.
Al doblar una esquina
tropieza con el cuerpo de una princesa.
Los zapatos le huelen a sangre.
La camisa me apesta a sudor.
No recuerdo el punto de partida.
No me importan las balas ni los porqués.
Sus ojos se apoyan en el cadáver
de la forma en que busca un poema
su instante perdido.
La ciudad es un esqueleto rodeado de alimañas,
un callejón sin salida.
Despacio, como el amante inadvertido,
se arrodilla junto a ella, coge sus manos
y pienso:
«la vida, como el amor,
merece un final distinguido».
Llegan los soldados: él no se mueve.
No le importan las balas ni los porqués.
No recuerda la cara de sus padres,
el niño que era, el punto de partida.
Igual que un árbol apagando sus llamas
en aire caliente,
se pierde en el cuello de la muchacha.
Los rifles, colmillos de Stalin,
escupen su muerte y olvidan
que fueron humanos.
El grito de una sirena incendia la habitación.
Apago el televisor. Me rindo
al oscuro placer de estar solo.
Al final del trayecto guarda el pasillo
su vieja emboscada.
Berlín lleva muerto más de sesenta años.
Tú y yo
apenas unos meses.
DAVID MINAYO, 2011-13
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