CON PERMISO DE NATALIA
Aquel día bebí demasiado durante el almuerzo. Después
recogí a Natalia y procuré no hablar mucho para que
no sospechara. A Natalia no le gusta verme borracho; ni
siquiera un poco. Teníamos entradas para una obra de teatro.
A mí no me entusiasma el teatro pero de vez en cuando
se empeña en que debemos hacer planes juntos y yo voy,
algunas veces algo borracho, pero voy. No me gusta discutir
con ella, al fin y al cabo es mi mujer y, a mi manera,
la quiero.
Llegamos en hora y una vez dentro le dije a Natalia,
usando el menor número de vocablos posibles, que tenía
que ir al cuarto de baño. Me costó unos minutos discernir
cuál era el de caballeros y me decidí por la puerta de la
derecha, la correcta. Me quedé un largo rato mirando la
pared, me mojé la cabeza, me peiné hacia atrás y, al fin,
me vi listo para salir. Tomé el pasillo de la izquierda y de
pronto me encontré entre actores con peluquín y barba
falsa, actrices con pestañas postizas y trajes de ceremonia,
supuestos testigos de boda vestidos con chaqué y maquilladores
provistos de brochas y coloretes. Discutían. Por
lo visto faltaba el novio y era imprescindible para la primera
escena. Me quedé escuchándoles por un momento
y entonces decidí preguntar a una chica que vestía de
novia cuál era el camino hacia el patio de butacas. Natalia
estaría preocupada y yo no sabía volver. La chica, a la que
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llamaban Inés, me miró y dijo que me parecía mucho a
Roberto, que era un tipo muy guapo y que podría hacer
de novio. Sin mucha voluntad, me dejé poner un bigote
finito y peinar con gomina.
Salí a escena como un novio primerizo y crucé varias
sonrisitas con Inés. Después, me casé. Fue una ceremonia
entrañable; todo hay que decirlo. Corté con Inés una tarta
llena de corazones de caramelo y bailé el vals a pesar de
que todo me daba vueltas. Vi cómo se alegraba el público
y es que al público le encantan las historias de amor. Les
miré con poca profesionalidad, sonriendo bobamente y,
por un instante, traté de localizar a Natalia pero las figuras
se mezclaban unas con otras. Seguramente mi boda no le
estaba sentando bien.
Después, nos fuimos de viaje de novios a Positano y fui
muy feliz. Recorrimos la costa en un barco y pasamos una
noche en Capri. Yo estaba tan concentrado en mi luna
de miel que no volví a buscar a Natalia entre el público.
Fueron días de vino y rosas, como dicen los cursis, que a
mí me hacían mucha falta. Al fin y al cabo, mi vida era
un gran aburrimiento y hay que reconocer que una luna
de miel anima mucho. Pero todo lo bueno se acaba y, después
de quince días, volvimos a Madrid.
El público celebró con nosotros la entrada en nuestro
apartamento y comenzamos una vida de recién casados.
Me levantaba temprano y preparaba el desayuno para
Inés. De algún modo, percibía la envidia de las mujeres
de las primeras filas y las miradas que de refilón dirigían
a sus parejas. No quise imaginar lo que estaría pensando
Natalia a la que jamás preparé un café.
Durante la jornada, Inés y yo, nos escribíamos mensajes
de amor y al salir del trabajo paseábamos cogidos
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de la mano por los bulevares. A veces y animados por el
calorcito de la primavera, nos apoyábamos en el maletero
de un Golf o de un Fiat lustroso y nos besábamos como
adolescentes.
Todo esto hasta que Inés quedó embarazada. Entonces
las cosas cambiaron. Tuvo un embarazo muy difícil que
siguieron al detalle las madres que ocupaban el patio de
butacas y, por fin, dio a luz a un niño grandote y colorado
al cual llamamos Nicolás. Y Nicolás fue creciendo.
Todo parecía sonreírnos hasta que, sin previo aviso, me
echaron del trabajo.
Al principio, me quedaba en casa haciendo que limpiaba
y viendo la tele, pero me resultaba un poco aburrido,
así comencé a ir al bar y a beber desde primera hora de la
mañana. Más de una noche desperté en la alfombra del
vestíbulo sin recordar cómo había llegado.
Inés empezó a cansarse de mí. No soportaba mi olor a
ginebra. Estaba tan harta que el día en que al entrar tropecé
y se hizo pedazos un antiquísimo jarrón chino decorado
con dragones y peces, me echó a la calle. Yo, que no
tenía dinero, dormía cada noche bajo un puente distinto
al abrigo de las Dracónidas, de las Orónidas o de las
Leónidas.
A veces pensaba en Natalia. Incluso estuve a punto de
dedicarle algún párrafo desde el escenario para que viera
que no la había olvidado.
Sin embargo, mi suerte cambió. Un día de noviembre, el
famoso empresario de teatro, Cosme Abril, me encontró
en una calle del centro. Me reconoció por mi gran papel
de novio lo cual me halagó mucho. Mi actuación le había
parecido magistral, sobre todo la vuelta de Positano. Ahí
sí que me vio suelto, dijo. Yo le sonreí agradecido y él me
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invitó a almorzar a su casa donde conocí a su mujer. Era
una rubia de bote que en tiempos había sido corista y
que se llamaba Madeleine, que es un nombre mucho más
elegante que Magdalena. Fueron muy amables. Me dejaron
ducharme en un baño de mármol con grifería dorada
antigua y me asignaron un dormitorio dominado por una
gran lámpara violeta. Viví unos meses junto a ellos. Seguí
bebiendo como un cosaco, pero cuando estaba borracho
me iba a la cama y esperaba a que llegara el nuevo día.
Durante estos meses, pasé mucho tiempo con Cosme y
nuestra relación fue estrechándose. El mismo día en que
me nombró supervisor de guardarropa de su nueva obra,
nos hicimos amantes.
Yo evitaba mirar al público porque no quería ni pensar
en la cara que estaría poniendo Natalia al verme en la
cama con un hombre. Es probable que jamás quisiera
volver a acostarse conmigo. Por otro lado, mis prejuicios
hacían que me sintiera algo culpable ante la posibilidad de
que mi hijo se enterara algún día de mis tendencias homosexuales.
Pero todo discurrió bien, Cosme parecía ajeno a
cualquier cosa que no fuera yo y plantó a Madeleine para
poder vivir su amor conmigo.
Mi fuerza creció. Cosme me llevaba a los estrenos, me
presentaba a los autores más influyentes, me invitaba a pasar
el fin de semana en Venecia o a pasear por Estambul entre
mujeres de pañuelos de colores vivos en la cabeza y hombres
que miraban orgullosos sus cestos de peces plateados.
Y yo me dejaba querer.
Con el tiempo, contagiado del ambiente, comencé a
escribir obras de teatro. Eran obras que Cosme aplaudía y
llevaba a la escena. Y así, entre bambalinas y lujos, pasaron
los primeros quince años de vida en común. Me había
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convertido en un autor más o menos célebre y Cosme era
mi esbirro.
Mi actitud despótica me avergonzaba a ratos, pero estaba
orgulloso de mi atractivo y de mi talento y era algo que el
público, sin duda, percibía. Comencé a creerme un gran
dramaturgo; creo que lo era.
Pero el tiempo no pasaba en balde y una mañana de
pleno verano vi levantarse a Cosme y me pareció el títere
más repugnante y seboso que podía imaginar. Sudaba y
llevaba puesta una camiseta de tirantes que marcaba su
enorme vientre y dejaba ver gran cantidad de vello blanco.
Sin mediar palabra, le amenacé con abandonarle. Además,
yo nunca había sido homosexual.
Aunque en su cara vi un sufrimiento infinito fui
implacable.
A la mañana siguiente recogió sus cosas y me dejó solo
y sin un céntimo.
Me senté en un escalón de la entrada mientras se oía
cierto murmullo entre el público. Me pareció que pensaban
que lo tenía merecido y me dio pánico buscar a Natalia.
Traté de colocar una nueva obra que había escrito, pero
ningún empresario la quiso. Entonces volví a beber, estaba
borracho desde la mañana y no tenía dinero para pagar
el apartamento.
Desesperado, al cabo de un mes llamé a Cosme y le
rogué que viniera a verme. Se lo rogué llorando tanto
que apareció una noche en mi casa. Llevaba un traje gris
de raya diplomática y unos zapatos brillantes. Le recibí
—todo hay que decirlo— con un pijama algo manchado
de huevo, con legañas y despeinado.
Tuvimos una fuerte discusión y yo, que estaba borracho,
le amenacé con un cuchillo de cocina. Cosme intentó
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defenderse, me lo quitó, forcejeamos y acabó clavándomelo
en una pierna. Quedé cojo para siempre y, desde entonces,
me pasa una pensión para que no muera de hambre.
Él volvió con Madeleine y siguen felices.
Ya me había convertido en un sesentón sin oficio ni
beneficio —nunca logré colocar otra obra— cuando supe
de la muerte de Inés. Acudí a su funeral porque uno debe
ir al funeral de cada persona a la que amó. Además, aún
recordaba aquella célebre luna de miel en Positano. Me
puse un traje oscuro y entré cabizbajo en la iglesia. En el
primer banco pude ver a Nicolás. Era exactamente igual
que yo cuando me casé con su madre. Delgado, con un
bigote fino y gomina. Iba acompañado de una mujer muy
elegante que vestía un traje de chaqueta negro y una blusa
blanca. Supuse que era mi nuera. La miré de arriba abajo.
Era una réplica de Natalia pero con el pelo ondulado.
Y como tan sólo me separaban unos metros de mi
amada Natalia, dejé el escenario, bajé al patio de butacas
y me puse a llamarla. En un primer momento no contestó
y temblé ante la posibilidad de que se hubiera ido. Seguí
llamándola. El público no sabía si mirarme a mí o atender
al funeral de Inés. Algunos me animaban. Viendo mi
angustia, cada vez eran más los que me animaban.
De pronto, en la cuarta fila se levantó una mujer frágil,
de piel blanca y pelo cano. Una mujer que tras observar
mi penosa cojera, me reprochó por unos minutos mi incorregible
insensatez para después cogerme del brazo con
una ternura infinita y emprender junto a mí el camino
hacia nuestra casa.
Aranzazu de Isusi nació en Madrid y es Licenciada en Derecho y auditora de cuentas.
Imparte talleres de escritura en diferentes escuelas de arte y dirige varios clubs de lectura. Además, colabora como tertuliana en programas culturales de radio.
Ha publicado dos libros de relatos: “Cuentos de sombreros y paraguas”(Quadrivium, 2008), que fue traducido al alemán y publicado por la prestigiosa editorial DTV (Deutscher Taschenbuch Verlag) bajo el título “Sehnsucht und andere wirklichkeiten- Deseo y otras realidades", y “Benditas luciérnagas” (Torremozas, 2017).
Su trabajo como cuentista ha sido recogido en numerosas antologías, y galardonado en distintos premios, nacionales e internacionales.
Acerca de BENDITAS LUCIÉRNAGAS
Dijo Ángel Zapata (escritor y profesor de escritura creativa) en la revista de literatura Quimera
"Benditas luciérnagas, de Aranzazu de Isusi, es uno de los libros más originales aparecidos últimamente en el panorama del cuento español”.
“ Hay, desde luego, una apuesta lúcida y consistente en torno a la esencia de lo literario en este segundo libro de cuentos de Aranzazu de Isusi. Pero la hay como trasfondo a la dimensión que su mismo desarrollo hace pasar a primer plano, a saber: la fruición de una escritura que se propone antes que nada como juego, como una fiesta continuada de la invención y del lenguaje. Benditas luciérnagas es, en este sentido, un libro intensamente imaginativo y lúdico.
Por derecho propio, pues, Benditas luciérnagas es un libro de cuentos medido, maduro, equilibrado, estructurado por secciones con mucho acierto y bellamente aglutinado por el leit-motiv de las estrellas fugaces. Como es también un libro plenamente, agudamente actual, y lo es en la medida en que las historias que contiene recogen la perplejidad y la labilidad y el aturdimiento y la zozobra del sujeto contemporáneo —coetáneo, habría que decir más bien—, y la recogen desde una punzante y nada complaciente intención satírica, que no excluye sin embargo cierta adhesión a las vicisitudes de los personajes, e incluso, aquí y allá, un fondo de ternura.
En este sentido, Aranzazu de Isusi acierta en algo tan difícil como lo es ese “humorismo del bien” del que tuvieron el secreto autores como Gómez de la Serna o Medardo Fraile, y que sabe detenerse un paso antes del despeñadero de lo dulzón, la ñoñería y el “humor blanco”. Su escritura tiene, a mayor abundamiento, el talento del bien, o el talento singularísimo de decir el bien, sin que esa intempestiva poética de la ben-dición nos horripile y nos estrague, después de Sade o de Lautréamont, de Céline o de Beckett.”
Dijo Javier Velasco Oliaga en la revista Todoliteratura:
“Las lluvias de estrellas, refuerzan el tono de los relatos, y no mojan ni calan el cuerpo, sólo el alma y nos invitan a ver el mundo con otros ojos, a darnos cuenta de lo que no percibimos a simple vista”.
Dijo Kike Martín ( periodista cultural de Radio Euskadi)
"Un prodigio de imaginación y sensibilidad."
Dijo Javier Sáez de Ibarra ( Escritor, profesor de literatura y de escritura creativa)
"El libro habla de lo esencial que es lo que seguiría valiendo después de la muerte. Escribe de lo esencial poético viendo el lado más luminoso de la vida".
Dijo José María Sulleiro (Periodista y escritor)
“Lo que como lector me importa es la percepción de que lo que ahí se cuenta es “verdad” ese tipo de verdad que sólo nace del deseo y de la pasión por contarse. Hay mucha ternura en los relatos, mucho humor, no poco lirismo y una piedad tan delicada como amorosa. En pocas palabras, tras la lectura de algunos de esos relatos, uno siente correr por las venas algo más cálido que la propia sangre”.
Dijo Eloísa Martinez Santos (escritora y empresaria)
“Pongo este libro entre los mejores de relatos que he leído en muchos años.
Destila talento, ironía, escritura fina, estilo e imaginación”.
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